Sobre el frío y duro suelo de la cabaña, dormían el Rey y la
Reina.
Habían cedido sus aposentos a los viajeros que visitaban su
humilde morada.
Hacía frío y calor a la vez. Ya no sabían si abrigarse más o
desvestirse.
La dureza del suelo se clavaba en la perfecta espalda del
Rey.
Y la Reina no hacía
más que dar vueltas en el colchón improvisado.
El viento azotaba las ventanas haciendo un ruido
ensordecedor.
Todos dormían. Todos. Menos la reina.
Ella se preocupaba por la incomodidad, el calor…
Hasta que sus pensamientos descansaron en su Rey.
Y entonces ya pudo dormir, porque se había dado cuenta de
algo.
Aunque no fuera el mejor lugar, por primera vez en su vida,
dormía con el Rey.
Dormían sobre el suelo, sí, pero juntos.
No había distancia entre sus cuerpos.
Podía notar la respiración del Rey y sentía su brazo
rodeándole la cintura.
De repente se sintió feliz y no se preocupo más del lugar en
el que estaban.
Se durmió feliz, muy feliz.
Disfrutando de la maravillosa sensación de dormir junto a su
amado, su vida.
Y su alegría creció aún más cuando al despertar su Rey la
miró sonriendo y le dijo:
“Buenos días
Princesa”.